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Elogio del vagabundo

"He venido del desierto como se viene de más allá de la memoria” (E. Jabés).

Sea entendido el desierto no como un lugar, sino como el ámbito, la dimensión donde se retiran y fugan los espíritus filosóficos, donde el pensamiento, paradójicamente, como quería el escritor Ernst Jünger, se embosca y encara la catástrofe, gana libertad a costa de dureza y peligro. Porque el desierto es una dimensión peligrosa, extrema; los romanos señalaban sus lindes con una advertencia disuasoria: “Hic sunt leones”, aquí hay leones. Y no sólo: todos los pueblos del desierto conocen el canto de las dunas, tan siniestro como el de las sirenas, extraños animales que se reproducen entre los silbos y que engullen ciudades enteras, esfinges, yinns, los demonios de la arena de las Mil y una Noches. El gran peligro, sin embargo, y a diferencia de las leyendas tradicionales, no consiste en ser devorado por un monstruo símbolo del caos primigenio, la gran prueba, el gran miedo, es perderse en esa huida.

Y es que el desierto es un laberinto, si convenimos en llamar así a un artificio de los dioses destinado a confundir a los hombres, hecho de páramos estériles y uniformes y silenciosos donde lo más fácil es hacerse el muerto, reducir el metabolismo al máximo, transformar las hojas en espinas, la piel en costra coriácea. La fuga al desierto es, también, una fuga hacia la muerte, un descenso a los infiernos; escribía Jabés: “En semejante silencio, la proximidad de la muerte se hace sentir de tal forma que parece difícil poder resistir más”, “Los anacoretas están más muertos que vivos, literalmente consumidos por el silencio”. La desecación y la esterilidad, la soledad y el silencio, son algunas de las propiedades de esta dimensión; como decía el Barón de Hackeldama, “la tierra baldía
Foto: El olivar de El Playazo y La Peineta © IBU

retrata un cierto estado del ser, un estado del ser que no es privativo del hombre o la mujer, que puede darse en cualquier tiempo y lugar, (…). Este estado del Ser, esta carta en blanco de Madame Sosostris: el Loco. Arcano 22 cabalístico. Es el personaje cero, inclasificable, el vagabundo”.

Cuando Marco Flaminio Rufo, tribuno de las legiones de Roma acuarteladas en Berenice, quiso conocer el emplazamiento de la Ciudad donde fluye el río que purifica de la muerte a los hombres, la ciudad de los inmortales, tuvo que atravesar desiertos para descubrir que esa ciudad era un laberinto desierto. En el relato de Borges, al tribuno le acompaña uno de los trogloditas que encuentra en su camino, miembro de un pueblo primitivo, casi prehumano, pues desconocen el lenguaje, y al que da el nombre de Argos : “Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche”, “Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos.” Al cabo, Marco Flaminio Rufo escucha por fin a Argos gritar, bajo una repentina lluvia, “Argos, perro de Ulises!”, y comprende que los trogloditas eran los inmortales, y comprende que Argos era Homero. Los inmortales decidieron guardar silencio hacía muchos siglos, habían rebasado las lindes dentro de las cuales tienen sentido las palabras, los conceptos, el propio yo, frutos de la soberbia mezquina de los hombres. Como los lotófagos del propio Homero, vivían absortos en una forma de nirvana tejida de amnesia, la que encaraba el último José Ángel Valente: “Estábamos en un desierto confrontados con nuestra propia imagen que no reconociéramos. Desconocíamos la melancolía y la fidelidad y la muerte.”

No es casual que las “tres grandes transformaciones del espíritu” de las que habla Nietzsche en Así habló Zaratustra se den en lo más árido del desierto: de camello en león y de león en niño. La metamorfosis convierte la pesada carga de los valores en los castillos con que juegan los niños en las orillas del mar; una nueva visión del mundo se impone, la que constata la inocencia del devenir y dice “sí”, a pesar de –o gracias a- la muerte, una muerte cargada de promesas. Y es que, en efecto, la destrucción de todos los valores vigentes hasta el momento, y con ellos las categorías básicas, incluidas la del sujeto y su memoria, es una tarea y una carga del que huye al desierto; el rebelde que acomete tal empresa asume el riesgo de no reconocerse a sí mismo a la vuelta, o sencillamente de no volver nunca, de quedar inevitablemente atado a unas cuantas calas desérticas, y ser eterno, ignorando la muerte en su errancia sin fin. ¿Quién no ha visto merodeando por aquí a los inmortales?

Sergio Véliz