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Nueve días después

La Voz de Almería, martes 15 de julio de 2008
Sección: El Artículo del día

Aquella misma noche había llegado de Madrid, para pasar el fin de semana en Aguamarga. A las diez le esperaban unos amigos para cenar, pensó en anular el compromiso pero era demasiado tarde para hacerlo.

La velada terminó en un local con terrazas ajardinadas que descendían hacia el mar. Todo muy chic y repleto de cincuentones con canas distinguidas, de mujeres elegantes y ya no tan bellas, que deseaban seguir siendo jóvenes. Las conversaciones frívolas y con un toque ácido, de trasfondo la crisis económica, dominaban aquella noche calurosa. Sus acompañantes y él mismo trabajaban en la Bolsa, y aunque todos sabían que para ser selecto la premisa era no hablar del trabajo fuera del mismo. Qué más daba un poco de grosería a esas horas.

Primero buscó un pretexto para marcharse, pero se fue y no dijo nada a nadie. Roto el protocolo y las buenas formas, qué importaba incurrir en una pequeña estupidez.

Llegó a su casa sobre las dos de la madrugada, quería dormir, necesitaba descansar. Dejó las ventanas que daban a la piscina, abiertas. Para empaparse de olor a salitre, que como la brea perfumada y la luz de luna bañada, era el aroma del Mediterráneo, su esencia y quizás la misma base de su historia fecunda y agitada.

Cuando compró esta casa, tuvo el capricho de hacer una piscina que se alimentara de agua marina, a través de un gran túnel. Una vez que la terminó, se dio cuenta que la obra había sido absurda, por innecesaria y también por vanidosa, pues sólo una franja de rocas de menos de cinco metros separaba el mar de su casa.

Por eso la piscina sólo le servía como bálsamo para llegar hasta el sueño. Era un enorme frasco de colonia sedante, una nana hecha de agua. Pero se despertó agitado, lleno de desasosiego por una pesadilla: estaba en medio de un espacio vacío, hasta donde alcanzaba el horizonte, entonces surgió un olor a podrido, tan nauseabundo, que le faltaba el aire hasta asfixiarle.
Amanecía, salió del dormitorio y al pasar cerca de la piscina vio el cadáver de una mujer como abrazada a un bulto, que estaba envuelto en harapos. En algunas partes de la cara y las manos aparecían los huesos, las cuencas de los ojos vacíos. Su cuerpo seguía como en tensión, protegiendo lo que tenía entre su pecho y sus brazos.

No pudo tenerse en pie..., ni gritar ante el horror. No había visto nunca nada igual. Aún le temblaban las piernas, cogió su teléfono y llamó a la policía. En menos de treinta minutos, el Juez ordenaba el levantamiento y el Médico Forense certificaba que era una mujer de rasgos africanos y su hijo de unos tres años. –Claro, era a él, a quien se aferraba.- Podría tratarse de algunos de los desaparecidos en el naufragio del día nueve de julio, frente a las costas de Almería, decía el Forense.

Después de algunos trámites engorrosos en la Comisaría, decidió volver al día siguiente a Madrid. Por las ventanillas del AVE, veía las llanuras inmensas y desoladas de Castilla, era como regresar de aquel sueño. Su olfato seguía impregnado de ese olor, igual al que le hizo desvelarse la pasada madrugada. Antes de llegar a Madrid, descubrió el origen de aquella esencia fétida: provenía de él, de todos los que le acompañaban en el vagón. Ellos eran los muertos en vida, sí, esos mismos que ojeaban los titulares del periódico: “Misteriosa aparición de los cadáveres de una mujer y un niño en la piscina de un prestigioso broker madrileño.”

Pedro García Cazorla
Abogado

*Nota para el lector: Toda esta historia es inventada, a excepción de lo del AVE.