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Viaje literario por el Parque

José Antonio Sáez (Albox, 1957) presenta una larga trayectoria poética desde que publicara su primer libro en 1983. Cada uno de los títulos apunta a una conciencia elegíaca, rebelde por tanto en tiempos tan hedonistas, que gozosa en su herida indaga sin rubor en los más íntimos recuerdos. Libro del desvalimiento, Liturgia para desposeídos, La edad de la ceniza, hasta su último libro Las Capitulaciones, declaran esa posición desgarrada, que proviene de cualificados pensadores de la resistencia como Cioran. La desgarradura del ser no admite consuelo ni bálsamo alguno, sólo el dolor consciente, cantado, rememorado, pudiera acaso hacernos más comprensible el camino. En ese camino, J.A. Saez nos deja retazos de amor, iluminaciones en la herida, como el poema que reproducimos de su último libro citado.


Foto: Playa de Genoveses, © MA
 
 

PLAYA DE AGUA AMARGA

Básteme una playa desierta
Allá en el sur lejano,
De doradas arenas
Como rubios cabellos de valquirias,
Donde bien pudieran las aves
Recalar en los puertos
De la rosada aurora.

Dejar yo, en la orilla,
Las huellas de unos pies descalzos,
El fulgor de una sombra
Que pasara y fue sueño.

Nunca mancille nadie,
Con nombre alguno, este remanso.
Escríbase en la espuma
Con trazo indescifrable
Y que borren las olas emergentes
Cuanto en dolor fue escrito.

Entréguese el amante al cuerpo
Desnudo de la amada,
Deshágase en sus brazos anudados
Y beba luego el agua
Amarga de su boca.

José Antonio Sáez

 

Aparentemente es un poema-declaración de amor tomando como motivo esta playa del Parque. Después del Cabo de Gata, la cala de Agua Amarga quizás sea la segunda fuente de inspiración que más atrae el interés de los poetas del mar y de la luz. Pero es su forma literaria, los guiños cómplices intertextuales que se establecen con las descripciones de imágenes clásicas, Cervantes en El Quijote o de Valente en El fulgor. Ambos estilos coinciden en su capacidad de crear con la palabra una realidad vivida y sugerida sólo por el ritmo. En el caso cervantino, «la rosada aurora» que iluminaba el camino al caballero, es ahora la playa desierta, «de doradas arenas» en el sur lejano. En el de Valente ayuda a completar el paisaje con el ser, en este caso «el fulgor de una sombra/ que pasara y fue sueño».

El espanto ante tanta belleza, como sintiera el soldado cervantino en la catedral de Sevilla, transforma cualquier rastro de dolor como confiesa el yo que nos exhorta: «y que borren las olas emergentes/ cuanto en dolor fue escrito». La conclusión, ante tanta belleza, es previsible; sólo cabe rendirse ante lo inevitable:

Entréguese el amante al cuerpo
Desnudo de la amada,
Deshágase en sus brazos anudados
Y beba luego el agua
Amarga de su boca.

Desde un clásico concepto de la armonía, cada estrofa supone un peldaño esculpido para doblegar el sentimiento a su justa medida: «básteme», «escríbase», «entréguese», se desencadena este deslizamiento del «yo» al «otro» para trasfigurar el sentido, objetivar la experiencia y organizar el poema. Once versos para la experiencia lírica cantada desde el «yo» e igual número de versos –once- para la exhortación al «otro». La diferencia retórica es notable, repárese en la construcción en pareado de los versos, encabezados los impares por formas verbales imperativas: «mancille, escríbase, [y] borren» / «entréguese, deshágase, [y] beba». Aquí destaca la impronta clasicista de J. A. Sáez, mediante una retórica sutil que, en su sencillez, oculta su secreto, dejando entrever por otro lado la influencia textual de reconocidos maestros de la poesía española.

Miguel Galindo Artés