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Viaje literario por el Parque

Es el momento de mojarse en las playas del paraje de El Algarrobico. Nos hemos subido al coche de Rafael Lorente (Madrid, 1904-1990) en su novela Thalassa (IEA, 1994) y «En unión de Velasco me encaminé a Carboneras».

Tras describir el peligroso itinerario recorrido desde Mojácar: Macenas, El Sopalmo, la cuesta de La Parrica: «Calzada endiablada, sin quitamiedos, flanqueada por precipicios pavorosos. Abajo, en el barrancal, cabrahigueras, juncos y adelfas; y en roquedales, vistosas vetas multicolores sugiriendo la presencia de plomo y hierro»; nos presenta el párrafo que nos interesa:

"Al culminar el ascenso divisamos un panorama excepcional. A no mucha distancia, la hermosa playa de El Algarrobico, de arena malva, enclavada entre el Cerro del Santo y un promontorio de extrañísima silueta. Más allá, en la extremidad de la alejada bahía, la alargada e impresionante Punta de los Muertos, dinosaurio montuoso de descomunal tamaño. Sorprendidos por tanta grandiosidad descendimos a la playa, y una vez allí, brincamos y nos bañamos desnudos en unas aguas transparentes y no muy frías. A continuación conduje despacio por la ruta paralela a la playa. Aquel paraje maravilloso estaba desierto y casi en el centro de la bahía había una casa con un jardín de palmeras. Unos cuantos pavos reales dormitaban en los floridos arriates. Los saludamos con alborozo, y luego de cruzar el cauce sin agua del río Alías, a la traspuesta de una loma avistamos Carboneras, pueblo más bien pequeño, con viviendas de uno o dos pisos, de una blancura cegadora, agazapado a la vera de una playa extensísima y con el aderezo de un islote con la forma de un pez espada. Un pueblo marinero, bordeado por amplio anfiteatro de cerros, dorados y ocres."


Foto : Punta de Los Muertos © JG
 

Estas líneas merecen detallado comentario. La impresión es primigenia, realista, detallada mediante adjetivos que encarecen la imagen y nos muestra a Rafael fascinado ante el asombro de la contemplación. Tan intensa experiencia estética desemboca en la desnudez de los cuerpos arrojándose a las aguas cristalinas de un espacio, una playa, que invita a todos a disfrutar sumergiéndose en su belleza virginal. No basta con ver, su belleza nos arrastra a comulgar cuerpo a cuerpo con ella.

Tal impacto le produce que el siguiente párrafo dedicado a los escasos metros de subida bordeando la punta de la Galera hasta vislumbrar el pueblo, lo hace con la lentitud de una tortuga (obsérvese el adverbio "pausadamente"):

"Nos aproximamos pausadamente. Desde la playa el terreno ascendía en suave pendiente bajo la alfombra de flores silvestres: amarillas, moradas y rosas. Laderas risueñas por las que zanganeaba un rebaño de cabras y ovejas a su libre albedrío. El entorno parecía alegre y, sin embargo, la población se nos antojó muy pobre, en patético estado de abandono."

Dejemos en este punto la narración. Nos sigue llamando la atención los adjetivos, pero sus valoraciones adquieren mayor interés. Recordemos el final del párrafo anterior: «Un pueblo marinero, bordeado por amplio anfiteatro de cerros, dorados y ocres»; veamos este otro: «Laderas risueñas... El entorno parecía alegre», cuando al final de este capítulo (III, pp. 44-48) nos relate el camino de vuelta hacia Mojácar lo hace así:

"Bostezaba ya el sol allende los cerros y nos acariciaba la brisa del atardecer. En lontananza, al sur, la pavorosa Punta de los Muertos. Más cerca, hacia el norte, la punta en cuyas inmediaciones se yergue la Torre del Rayo, con su pesada silueta de bisonte agachado junto a la bahía."

Sin embargo, algo queda como un murmullo de olas de levante rompiendo en su cerebro y esta percepción conecta la experiencia de Goytisolo con la suya:

"La palabra turismo resonaba aún en nuestras mentes, en la lejanía. El turismo y esas pintadas obsesionantes, en innumerables muros y piedras del camino, a lo largo y ancho de la provincia de Almería. ¡Franco... Más árboles, más agua!
Al detenernos en un ventorrillo de El Sopalmo, un campesino juglar nos recitó el siguiente verso: "El pueblo de Carboneras -es un pueblo miserable-, que en faltando la pesquera,-todos se mueren de hambre»."

Y en esas ya no estamos, si nos percatamos de que, entre «la pavorosa costa de Los Muertos» y la localidad de hoy, Carboneras cuenta con tres puertos (dos industriales y uno pesquero), dos grandes industrias (eléctrica y cementera), una planta desaladora, otra para almacenamiento de biocombustibles, y un turismo de ladrillazo salvaje como ya predomina por cualquier otra localidad costera. A esto hay que sumarle la «pesquera» superviviente, la agricultura de invernadero allende ramblas arriba y abajo, y le ponemos la guinda al pastel con el turismo, categoría "ñu", que arrasa en oleadas cualquier espacio protegido o por proteger que se encuentre a su paso.

Las temporadas altas quieren ser cada vez más altas y más prolongadas en el tiempo, tiempo del consumo, ocio estresante para aquellos que abandonan los barrios de ciudades populosas y no les importan las incomodidades de un negocio que los desprecia, a cambio de ser buenos consumidores y productores de basura.

Desde una playa pública a una playa privada, Marina d'or, al loro, lágrimas nostálgicas para tiempos que se agostan.

Miguel Galindo
Colaborador del equipo de redacción del Eco del Parque